jueves, 20 de septiembre de 2007


Algunos padres hacen el esfuerzo de enviar a sus hijos a cursar estudios de postgrado en una buena universidad del Primer Mundo. Dentro de sus posibilidades, pretenden ayudarlos a ver y entender realidades en otros países. De regreso, mucho de esos jóvenes compran un terreno en un barrio cerrado y se hacen una casa clonada, mayormente de estilo californiano o inglés, y viven una vida no incomodada en esos escenarios que replican paisajes suburbanos de otras latitudes.
Hasta aquí, todo va en gusto. Y ahí empieza mi susto: esos escenarios están rodeados de alambrados olímpicos y los accesos son casillas con barreras donde guardias de seguridad le dicen a uno si puede pasar o no, después de verificar en el lugar de destino si es persona deseable o no.
Se avanza luego por calles sinuosas, a baja velocidad, como en cámara lenta, viendo jugar a niños homogéneos, con bicicletas homogéneas, entre "todo terrenos" y sedanes homogéneos, en jardines homogéneos de casas homogéneas.
Del alambrado olímpico y pinchudo para afuera, el mundo real, que se extiende con crudeza hasta llegar a otro barrio cerrado, protegido por otro alambrado olímpico pinchudo.
Pensemos que tomamos un helicóptero y nos elevamos poco a poco. Veremos que esas islas de bienestar se insertan en mares de pobreza variable, mucho más densamente poblados. Desde lo alto se descubre que los alambrados olímpicos no protegen tanto como encierran. El bienestar está condicionado a un encierro amenazado. Porque si alguien construyó alrededor de sí una alta protección, y hace caminar por su perímetro a guardias armados con perros bien entrenados, seguramente debe de pensar que por fuera del alambre existen quienes ponen en riesgo su manera de vivir, su integridad y las de sus bienes: "Los malos" , por así decirlo.
Pero lo que ocurre en realidad es que "los malos" tienen rodeados, cercados y prisioneros a los que se consideran a sí mismos "buenos", mediante alambrados que los mismos "buenos" han levantado. Y si hacemos un censo, los de afuera son muchos más que los de adentro. (Aclaración: "Un poco de levadura fermenta toda la masa")
¿Qué le habrá pasado a nuestra sociedad, que toma caminos tan extraños? ¿Cuán grande ha sido la pérdida de seguridad? ¿Cómo de enorme ha sido la falta de confiabilidad de nuestras instituciones: jueces, policías, educación pública? ¿Que lleva a ver a la pobreza como una amenaza para los más favorecidos antes que una fuente de responsabilidad?
Y las preguntas finales, las más difíciles: ¿Por cuánto tiempo más serán solución los alambrados? ¿Cuándo serán reemplazados por altas murallas? ¿Alguna vez serán necesarias municiones para dar esa misma seguridad?
Los que están dentro de los alambrados olímpicos tienen que pensar que, en su interés y en el de todos, deben poner mucho de sí para que las grandes comunidades en las que se insertan lleguen a evolucionar de tal modo que las protecciones, los guardias y las barreras no hagan más falta. Para que los que están de uno y otro lado del cerco dejen de ser "los buenos" y "los malos" y formen todos "la ciudadanía".
¿Añoranzas nomás, de uno que vivió en un barrio abierto donde el hijo del profesional, el del empresario, el del militar, el del dueño del cine, el de la pensión, el del taller mecánico, el del carbonero, el del docente, el del circo bodeguero y los hijos de todos jugaban juntos al poliladron, a andar en bicicleta, y donde el que tenía la casa con el jardín más grande lo prestaba para jugar a la metegolentra o la mancha venenosa?
Tal vez, pero también manifestaciones de un espíritu positivo que está convencido de que, si antes fue posible, en el futuro, si ponemos empeño, puede volver a serlo.

Juan Cambiaso (13 de agosto de 1999)


Sería redundante intentar decir algo más que lo plasmado en estas palabras.
Sería irónico decir que no es cierto.
Sería importante razonar y asimilar las consecuencias que esto podría traer.
Sería útil hacer algo para revertir esta situación.
Y acaso... ¿No sería triste que las cosas continuaran de esta manera?

jueves, 13 de septiembre de 2007


El sol rasguñando las persianas, intentando penetrar en mi profundo sueño, al fin logra, con una estela de luz, despertar mis “no ganas” al “hoy”. A la evidente molestia de la luz en mis ojos, se le suma el incesante sonido agudo e irritante de la alarma del despertador, dándome el ultimátum: “Hora de levantarse”
Tras muchas vueltas y enredos con las sábanas, logré encontrar la posición exacta y levantarme en este momento sería una experiencia casi dolorosa. A pesar que podría “cerrar los ojos” y dormir como si el anterior episodio nunca hubiese ocurrido, el ruido que me trastorna ahora, no es el del despertador, sino el de mi conciencia, el “saber y no querer”…
Como este repetido capítulo cotidiano, con el que más de uno se sentiría identificado, es la realidad.
Esa luz, esas verdades, intentando filtrarse y sacarnos de nuestro letargo, simplemente para traer claridad a nuestras vidas… Esa alarma desesperada lanzando avisos, concientizándonos, incitándonos a abandonar esa posición (fácil e indiferente) que hemos adoptado como cómoda en el mundo, después de enredarnos tanto en nuestros problemas que hasta comenzaron a parecernos tibios…
Hay un mundo real ahí afuera, detrás de esas cuatro paredes que nos rodean. Está en nosotros la decisión de bajar las persianas, apagar el despertador y seguir durmiendo, o… Asomarnos, ver que es un nuevo día y dejar que la Luz nos inunde.
Personas: ¡Es hora de Despertar!
¿Cuán dispuestos estamos a quitarnos las vendas de los ojos?